domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín

Cuenta el historiador anglosajón san Beda (672-735), en su Historia eclesiástica de los ingleses, de un misionero cristiano que llegó a la corte pagana del rey Edwin de Northumbria para solicitar permiso para predicar el evangelio de Jesús. Después de deliberar el rey con su corte, un conde anciano y sabio habló y dijo que si la vida era como una flecha que en la negra noche entra fugazmente por una ventana de una habitación iluminada por un candil y vuelve a salir a la oscuri­dad por otra ventana, y que si el misionero podía explicar qué ocurre con la flecha cuando está fuera de la habitación y no se la ve, su doctrina sería bienvenida.

En este libro no nos referiremos sobre lo que ocurre con la flecha fuera de la habitación, cosa imposible para nuestro conocimiento basado en la experiencia sensible. Por lo tanto, este libro no trata de teología; Dios es inasible y no puede ser objeto de nuestro conocimiento, excepto para algunos místicos a través de la historia; tampoco es posible aceptar una revelación divina como fuente de conocimiento, aunque alguna autoridad humana lo asegure y dictamine. Emplearemos la ciencia y la filosofía para iluminar mejor la flecha en su vuelo dentro de la habitación y tal vez algunos resplandores puedan salir desde sus ventanas para iluminar algo de la flecha en la oscura noche. Advertiremos 1º que la flecha es disparada desde la habitación, y 2º que lo que resplandece fuera de ella es la transcendencia de los seres humanos. De esta manera, definiremos al ser humano, no como un animal racional, al modo de Aristóteles, sino como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal cimentado sobre su acción libre e intencional.

Ciertamente, nuestra era de racionalidad, naturalismo, agnosticismo y hasta ateísmo ha puesto en entredicho la posibilidad de una dimensión transcendente de la realidad. Estos son los efectos naturales del surgimiento de la ciencia que llegó a afirmar a Bertrand Russell (1872-1970) que: “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Así, en la actualidad del método experimental nos es imposible, intelectualmente hablando, dar crédito a la posibilidad de una revelación divina. Deberemos barajarnos dentro de la aceptación científica. La ciencia irrumpió en la creencia ancestral de la tradición judeo-cristiana de que nuestros primeros antepasados estuvieron en compañía de Dios, pero que, por ambicionar ser como Él, fueron echados del Paraíso y adquirieron una naturaleza pecaminosa, de sufrimiento y muerte, de la que ahora todos los seres humanos somos herederos. Ella nos ha venido a demostrar, en cambio, que no somos ángeles caídos, sino un extraordinario brote evolutivo de la naturaleza que tiene la particularidad de poseer pensamiento abstracto, razonar lógicamente, actuar intencionalmente, contener sentimientos y ser conscientes de la propia muerte que tarde o temprano terminará con la propia existencia.

En efecto, la diferencia entre los seres humanos y el resto de las cosas del universo, que en el fondo se encuentra en las funciones de una gelatina grisácea de unos 1400 centíme­tros cúbicos, ubicada tras nuestra expresiva cara, es radical. Nos permite preguntarnos acerca de nosotros mismos y de lo que nos rodea, de nuestro origen, sentido y término, y también nos permite encon­trar respuestas y desarrollar complejos planes para actuar en función de estos proyectos de futuro. El universo que llegamos a conocer es mucho más que el lugar concreto donde se encuentra el cobijo y el alimento. Mediante la ciencia los seres humanos podemos llegar a conocer con gran certeza un universo inmensamente rico de contenidos y significaciones, de posibilidades y manifestaciones, de inmanencias y transcendencias. Sobre todo, podemos llegar a actuar libremente en este universo para conocerlo, disfrutarlo, crear, construir, amar y ser feli­ces.

Desde los tiempos más primitivos ha surgido en todos los pueblos la creencia de poderes que operan ocultamente en las cosas y que pueden alterar y hasta marcar nuestros más señalados destinos. A un paso quedaba la elaboración de ritos y acciones para congraciarse y hasta aplacar estos poderes personificados en deidades. Los seres humanos nos distinguimos del resto de los animales en que poseemos el certero conocimiento que algún día nuestra vida terminará con la muerte, lo cual, de suponerse una existencia de algún tipo en un “más allá” –posiblemente generado por experiencias vividas de comunicación con aquellos que han muerto–, nos produce tanto un profundo temor como un sentido de transcendencia. Una creencia que desde muy antiguo había sido compañera del pensamiento cultural de Occidente es el de la existencia de un ser que es no sólo distinto del universo, sino que es su creador, y que es el que denominamos Dios, con mayúscula. Por esta creencia, que ha ido reci­biendo el sello de la posibilidad cierta de manos de la ciencia (aunque no de muchos científicos), el universo nos aparece distinto a que si éste se comprendiera sólo por sí mismo y contuviera en sí lo que podríamos atribuir al accionar divino.

No obstante, para nuestro diario vivir el creer o no en un creador del universo no tiene mayor significación si acaso esta creencia no viene acompañada de la creencia que de alguna manera Dios nos afecta en nuestra existencia personal. La forma en que Él nos puede afec­tar es en el cómo nos podemos imaginar su actuación. La ciencia, desde luego, desterró de nuestra concepción de las cosas la creencia que Dios puede actuar en nosotros en lugar de la causalidad natural, es decir, de manera milagrosa y en contra de las leyes naturales. Sin embargo, esta creencia sigue vigente en mentalida­des acientíficas; aunque nos creamos existir en la era científica, ella es compartida, diríamos en la actualidad erróneamente, por la mayoría de la población del mundo.

Adicionalmente, al sostener la exis­tencia de un Dios, creador del universo, que de algún modo inter­viene en la propia existencia, muchos seres humanos creen en una continuación escatológica para la vida humana. Ya los antiguos egipcios creían en una resurrección de los muertos, y hacían enormes esfuerzos para preparar a los muertos para este último viaje al más allá. La doctrina neoplatónica, que el ser humano es un compuesto de alma inmortal y cuerpo corrupto, siendo la muerte una separación  de ambos elementos, ha sido predicada por la Iglesia cristiana hasta la actualidad, a pesar de contravenir la evidencia científica.

Pero la ciencia no ha podido decir nada acerca del anuncio de un Reino de Dios ni de la invitación a participar de éste, que fue proclamado por Jesús hace dos milenios. Un fundamento para sostener tal creencia (en el curso de este libro veremos otros) es que si una persona tiene la capacidad para reconocer y glorificar al Creador, actuando en consecuencia, habría de esperar una acción divina de conse­cuencia recíproca, manifestada en la prolongación de su existen­cia humana en un “lugar” y “tiempo” ajeno al universo, pues tal como aparece evidente, en la presente vida dicha acción recíproca no puede ocurrir, ya que contraviene las leyes de la termodinámica. Un fundamento adicional es la intensa y singular mismidad que surge en la conciencia de la persona a partir de algún momento de su vida por la que pareciera que permitiría su subsistencia después de la muerte biológica más allá del espacio y el tiempo del universo. Desde luego, el sentido de la vida que tiene un creyente es muy distinto del que tiene un ateo. Sin embargo ocurre que un ateo a menudo deifica otras cosas, como el Estado, la sociedad, un partido político, su linaje, y, así, su vida adquiere también un cierto sentido escatológico.

Miembros del reino animal, lo seres humanos aspiramos al Reino de Dios, como resultó evidente cuando Jesús predicaba a muchedumbres de aldeanos de Galilea y Judea. Este segundo reino, que no es de manera alguna evidente para el conocimiento empírico, tiene, no obstante, una existencia muy real para el hombre que cree en el mensaje de Jesús y en sus dichos y hechos. Para él, no sólo ha sido anunciado, sino que también, en la mayor profundidad de su con­ciencia, está manifestado. Como animales que somos, todos tenemos una hora para morir y quedar reducidos a polvo. Esta es la manera que las leyes de la naturaleza lo dictaminan. Así, la posibilidad de subsistir de alguna manera a la muerte y pasar a tener una existencia transcendente en el Reino de Dios debiera ser de alguna facultad o competencia exclusiva de cada ser humano, que es su acción intencional centrada en el amor.

Naturalmente, entre una concepción inmanente del ser humano, como perteneciendo exclusivamente al Reino animal, y una concep­ción transcendente, como invitado a pertenecer al Reino de Dios, la diferencia es absoluta. Igualmente, el sentido de la vida en ambos casos es radicalmente distinto. Todo sentido de vida impli­ca un proyecto de futuro. En una concepción inmanente la muerte es necesariamente el fracaso definitivo e irreversible de todo proyecto que busque transcendencia. En cambio, en una concepción transcendente ella pasa a ser el medio para alcanzar la pleni­tud de la existencia más personal. Igualmente, el dolor y el sufrimiento tienen significados distintos en ambas concepciones. En la primera concepción, se trata de una desgracia que se debe superar; en la segunda, es parte de una existencia que se debe aceptar para transcenderla. Es de la competen­cia de cada persona el buscar libremente y encontrar el sentido a su propia existencia.

La dificultad que cada persona enfrenta es que no se puede encontrar bases ciertas para una transcendencia a través del puro conocimiento que provee la experiencia sensible, ni siquiera en las más altas abstracciones que puede alcanzar nuestro pensamiento. El problema de la transcendencia es que no estamos enfrenta­dos a fenómenos de nuestra experiencia sensible directa, y referidos única­mente a nuestro universo de espacio-tiempo, sobre los que podemos argumentar con razones objetivas. Por el contrario, ahora esta­mos encarando creencias que enmarcan la existencia personal y sus proyectos más fundamentales dentro de parámetros transcendentes, dando consistencia y profundidad al sentido de la vida.

Sería muy ciego y torpe quien creyera que si estos fenómenos no son exclusivamente materia del conocimiento objetivo, entonces no son reales y corresponden a la superstición o a mentalidades primitivas, simples o infantiles. En este sentido, no es posible estar de acuerdo con el neopositivismo de A. J. Ayer (1910-1989), para quien las únicas afirmaciones válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos, y quien trataría cualquier declaración sobre la transcendencia como sin sentido. Nosotros sostenemos que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, pues antes de la materia está la energía, que no está sujeta a las leyes de la materia.

Lo transcendente, aquello que está más allá del universo material, pero que supuestamente lo afecta, es la existencia de la energía, que ha sido originada directamente de Dios. La forma de analizar este fenómeno, no es de la misma forma como se hace con el universo sensible, pues no existe un método cognoscitivo similar al científico o al filosó­fico para dicha empresa, sino, más bien, es verificar el límite mismo de la estructuración del universo y llegar al límite de la experiencia humana. Sin duda se trata de una paradoja, es decir, de cómo algo perteneciente a un universo completamente físico puede llegar a pensar, concluir y desear la existencia de algo que lo transciende absolutamente. Podemos sostener que la energía, 1º, no se crea ni se destruye, solo se transforma, 2º, no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio, 3º, su efectividad está relacionada con su discreta intensidad, 4º, es tanto principio como fundamento de la materia, 5º, no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia, y 5º, Dios la creó.

Dios es una existencia  impenetrable para la filoso­fía. Ésta lo postula como el límite absoluto del ser, límite que, por otra parte, pasa a ser el objeto de la teología, la única rama del conocimiento filosófico que no es objetiva. En cuanto a la ciencia, imbuida en descubrir la causalidad de lo puramente contingente, Dios no entra dentro de su alcance, pues simplemente no es observable. Sin embargo, de hecho es posible para la filosofía postular un agente externo al universo para su origen y concluir que el universo es una creación de Dios. En fin, es posible para una teología basada en el Evangelio aceptar, por una parte, que el ser humano tiene posibilidad de ser salvado de la muerte por Dios, transcendiendo el universo, y, por la otra, concluir que tanto el Dios creador como el Dios salvador son el mismo.

La anterior posibilidad podría ser explicada por la idea fundamental de que si el ser humano, que es algo tan del universo espacio-tempo­ral, es capaz de reconocer a un Dios impenetrable y silencioso sólo a través de su interacción con el universo, que es su creación, alabándolo y glorificándolo por su obra, reconociendo su omnipotencia, amándolo a través del amor al prójimo y el respeto a su creación, colocando a Dios en el centro de su existencia personal, abandonándose a los impenetrables designios de Dios con gran fe en su bondad, por esta precisa actitud podría ser elevado para transcender su propio universo, lo que se entiende por salvación, y que tal tránsito podría ser efectuado únicamente por el poder del mismo Dios. Esta tesis es bastante singular y no depende de nociones como la dualidad espíritu-materia, lo absoluto del bien y el mal, ni tampoco está determinada por nociones como el Pecado Original y la Reden­ción, o la gracia y los sacramentos. Surge de compatibi­lizar la experiencia de lo divino con el moderno conocimiento científico, el cual ha destruido paradójicamente gran parte de las creencias religio­sas tradicionales, las que habían estado vigentes por milenios.

La irrupción de la ciencia en nuestra época ha revolucionado los conceptos que por milenios los seres humanos habían tenido de Dios, de sí mismos y de las cosas. La sabiduría tradicional, atesorada por miles de generaciones, ya no satisface a la presente generación. El hombre contemporáneo observa con los nuevos ojos de la ciencia el mundo que lo rodea.

Sin embargo, de la misma manera como había cedido su posición central en el universo después de Copérnico, el hombre ha dejado de ser la medida de las cosas, según el decir de Protágoras (485 a. C. -411 a. C.), tras adquirir conciencia de la realidad del macrocosmos y del microcosmos. Ahora ha terminado por verse completamente solo y desamparado, y con la impuesta obligación ética de estructurarse a sí mismo tras la vana e irreal búsqueda de la autorrealización, la que supone el éxito en los ámbitos del poder y la riqueza, para superar el sufrimiento y la muerte y lograr el ilusorio y falso estado de complacencia, gozo, armonía, equilibrio, que comúnmente se llama felicidad.

El dios antropomórfico de la antigüedad y el dios inmutable de la metafísica griega ya no pueden sostenerse en la realidad develada por la ciencia. El primero falleció de muerte natural apenas apareció el saber objetivo y metodológico. El segundo, ese dios de las relaciones de causalidad de las cosas del universo, fue eliminado cuando la ciencia fue descubriendo los diversos procesos dinámicos y los mecanismos por los cuales las cosas cambian y se transforman. Por el contrario, la ciencia ha reconocido que la materia tiene la capacidad para constituir estructuras extraordinariamente funcionales a partir de algunas poderosas fuerzas.

No obstante, a cambio del dios ontológico, cuya muerte anunciaba F. Nietzsche (1844-1900), el Dios creador está emergiendo con mayor fuerza a causa de las modernas teorías cosmológicas. Pero este Dios ha resultado ser más inconcebible de lo que el medieval monje san Anselmo (1033-1109) jamás concibió ingenuamente que podría llegar a ser concebible, cuando el universo es medido ahora en términos de miles de millones de años luz.

Contrapunteando una noción sobre Dios demandada por el hombre contemporáneo, algunas sectas cristianas, encargadas de hablarnos del Dios amor que Jesús predicó, han intensificado su devoción a un dios autoritario, semejante al del Antiguo Testamento, y el Dios padre del desamparado se ha tornado en el dios juez del moralista. Estas religiones se han vuelto extraordinariamente dogmáticas, autoritarias, doctrinarias, ritualistas, legalistas e intolerantes, y han extremado con ceguera la fórmula que les dio prestigio y poder en el pasado, al centrar su enseñanza en una ética propia de pretéritas e idealizadas sociedades rurales, las que por cierto eran, en su ignorancia, susceptibles de ser políticamente dominadas por el clero. Además, el vacío producido por la actualmente incomprendida religión tradicional está siendo llenado por un ecléctico, confuso y supersticioso esoterismo mágico.

En cuanto al universo que está descubriendo la ciencia, el genetista británico J. B. S. Haldane (1892-1864), probablemente sin intención de parafrasear a Anselmo, lo resumía como no solamente más extraño de lo que imaginamos, sino de lo que nos podemos imaginar. Desde la aparición de la filosofía sabemos que la causalidad es inmanente al universo y no proviene de poderes mágicos. Sin embargo, en nuestra actual comprensión del universo tampoco hay cabida para explicaciones dualistas, con lo que toda una tradición filosófica espiritualista, idealista y racionalista se ha desmoronando. Y todo esto ocurre sin que el viejo empirismo haya conseguido resucitar la filosofía bajo la forma de un neopositivismo, ni el materialismo monista haya conseguido relevar al espiritualismo en rápida disolución. Si bien es cierto que el universo es más complejo de lo que podemos imaginar, no lo es tanto como para no tener la posibilidad de llegar a conocer objetivamente, mediante el método científico, la causalidad, por la cual las estructuras y las fuerzas que lo componen interactúan.

El cambio de perspectiva introducido por la ciencia ha alterado la cultura y sus instituciones de manera radical. Nuestra época ha presenciado profundos cambios en los que la política, el arte, la ética, la religión y la técnica han sido sus protagonistas principales. Es que la ciencia redujo nuestra ancestral visión del universo a dimensiones para las cuales incluso las ideologías resultan ser irrelevantes al liberar la causalidad del universo de las ataduras de la magia y el mito. Sin embargo, también el efecto de la ciencia ha sido, por otra parte, omitir que la realidad sea un misterio. El ideal tradicional de una existencia misteriosa, solidaria y heroica, algo romántica, ha dado paso a nuestra realidad mecánica, calculadora y cruel, donde la persona está más atareada con su propia autorrealización para conformar un exclusivo y egoísta mundo individual, que con su propia estructuración que considera el vivir en las múltiples dimensiones de la realidad, muchas de las cuales la ciencia ha conseguido descubrir, pero no integrar.

La ciencia nos ha transportado desde un mundo a otro en pocas décadas. El primero era concebido en una dimensión que enmarca también lo transcendente y por la cual la profunda sabiduría, a la que uno debe acercarse con modestia y humildad, conscientes de nuestra radical fragilidad y dependencia, asume el sufrimiento y la muerte como una condición natural, paso necesario hacia una existencia transcendente y eterna más plena. En cambio, nuestro actual mundo es concebido como únicamente inmanente. A falta de un propósito transcendente y, por lo tanto, con una actitud de descaro y desenfado, sólo vale la búsqueda individual y egocéntrica de la felicidad aquí y ahora, concebida como mero gozo, placer y bienestar.

Quizá lo que más ha sufrido con la nueva visión develada por la ciencia ha sido la imagen que el ser humano tenía de sí. De haber sido concebido por el libro del Génesis como imagen de Dios, por el racionalismo como un ser perfecto, por el dualismo neoplatónico como un ser eterno, ha ido perdiendo prestancia con cada teoría científica enunciada. La simple, pero equivocada, constatación de Copérnico de que el Sol, en vez de la Tierra, ocupa el centro del universo, supuso una verdadera revolución para la dignidad humana. Desde entonces Darwin, Freud y tantos más han socavado el prestigio casi divino del ser humano. Si nos atenemos a lo que la ciencia nos dice, podríamos suponer que una persona es únicamente una eficiente máquina biológica para sobrevivir y reproducirse. Ahora éste ha llegado a ser concebido por la biología como un fruto más de uno de los tantos fila de la zoología, primo cercano de los chimpancés, superado en todas sus capacidades por los otros animales, menos en inteligencia, pero la que, según la psicología, se traduce en una carga de traumas, neurosis y psicosis. Incluso algún ecologista extremo le reconocería los mismos derechos a existir que tiene una ameba.

La época científica, que ha manoseado a su amaño al ser humano como si fuera otro objeto más de su análisis o, en el mejor de los casos, con el pretexto de hacerlo más feliz, no ha llegado a penetrar su complejidad. En el proceso, le ha negado su dignidad, su ser en las diversas escalas de la existencia y su destino transcendente. La patente incomprensión de la ciencia acerca del sentido de la vida humana ha generado en el hombre contemporáneo una crisis de identidad. El ser humano se encuentra entre una búsqueda de transcendencia y un existir sin transcendencia. Nuestra época, bautizada ya por la moda como “posmoderna”, se ha dado por vencida en el afán de encontrar racionalidad en el universo. Como reacción, el relativismo, el escepticismo, la carencia de sentido histórico y personal y la fragmentación de la persona se han apoderado del espíritu de la época. Debemos comprender que éstos son efectos de una ciencia escandalosa, pero la verdadera ciencia es seria y sensata.

A falta de la denegada sabiduría tradicional, filosófica, y encontrando el conocimiento científico incapaz para responder a las preguntas más fundamentales, nuestros contemporáneos han estado buscando vanamente las respuestas en la penetrante y envolvente iconografía poética y artística o en las supercherías esotéricas, tan ajenas de lo real y la lógica. Una cultura iconográfica actual, que es de una sola escala, no tiene marcos comprensivos y conceptuales de referencia, por lo que incluso toda conclusión es materia opinable, con lo que se instala el relativismo sofista, y nada llega a adquirir certeza. El remedio al relativismo imperante se encuentra tanto en una filosofía revigorizada como en el mensaje perenne y universal de Jesús. La filosofía debiera tener entre sus funciones rescatar la actualmente pisoteada imagen del ser humano y el Evangelio puede recuperar su vigor si se libera de su aprisionamiento dogmático y ritual. Tanto el mensaje de Jesús como el conocimiento desde una perspectiva filosófica debieran borrar la visión acerca del ser humano como objeto del estudio de una ciencia deshumanizada que le es imposible entender el sentido último de la vida de una persona.

El ser humano es un ser único. No solamente pertenece a una de las tantas especies animales que habitan la biosfera, como miopemente lo conciben algunos ecologistas, sino que es la cúspide de todo un proceso evolutivo que comenzó con la misma creación del universo. Él ser humano es la única criatura cuya mente ha evolucionado hasta llegar a poseer una conciencia que permite postular la existencia de un Dios creador-salvador, a actuar libremente en el ámbito moral, y a responder al llamado universal de Dios para participar de su propia existencia y erigirse en un agente activo que tiene en sus propias manos su propio destino transcendente, independientemente de los avatares de la existencia.

Estas características esenciales que estructuran al ser humano como un todo, con finalidades propias y trascendentes, anteriores a cualquier otra estructuración, le confieren una dignidad única que debiera ser respetada por sus semejantes en toda ocasión. Ciertamente, el ser humano, sumergido como cosa indistinta del universo, pierde su identidad única. Un sentido de vida puramente inmanente es de un gris unidimensional, sin resolución posible a la antinómica búsqueda de supervivencia con el conocimiento cierto del morir. Cuando se incorpora la dimensión transcendente, brota la brillante realidad multicolor. Pensamos que esta identidad puede ser nuevamente realzada solamente cuando Dios, a los ojos de los hombres, vuelva a recuperar su sitial en la triada Dios-hombre-universo, como creador del universo y padre y salvador de los hombres, y recentrar nuestra existencia.

Muchos de quienes han sido testigos de ambas épocas quisieran que la profunda dimensión del mundo pasado no llegara a ser omitida por la obsecuencia incondicional a la dimensión develada por la ciencia. Quisieran que sus contemporáneos y las generaciones venideras no cerraran los ojos a las otras perspectivas de la realidad ante la complacencia que produce observar la actual obra, ante la fascinación de los logros, ante el gozo de la creación de novedades y de su producción, ante la confianza en la supuesta ilimitada capacidad humana. Desearían que el siguiente paso accesible no fuera el del relativismo y el escepticismo de un decadente posmodernismo que ha perdido su rumbo histórico. Probablemente, estas otras perspectivas de la realidad, que comprenden múltiples escalas de comprensión y que la filosofía aún no logra exponer plenamente, llegarán en un futuro a emerger nuevamente y en forma más plena.


Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8i.blogspot.com/,  corresponde a la “Introducción” del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).