Patricio Valdés Marín
Cuenta el historiador anglosajón san Beda (672-735), en su Historia eclesiástica de los ingleses,
de un misionero cristiano que llegó a la corte pagana del rey Edwin de
Northumbria para solicitar permiso para predicar el evangelio de Jesús. Después
de deliberar el rey con su corte, un conde anciano y sabio habló y dijo que si
la vida era como una flecha que en la negra noche entra fugazmente por una
ventana de una habitación iluminada por un candil y vuelve a salir a la oscuridad
por otra ventana, y que si el misionero podía explicar qué ocurre con la flecha
cuando está fuera de la habitación y no se la ve, su doctrina sería bienvenida.
En este libro no nos referiremos sobre lo que ocurre con la
flecha fuera de la habitación, cosa imposible para nuestro conocimiento basado
en la experiencia sensible. Por lo tanto, este libro no trata de teología; Dios
es inasible y no puede ser objeto de nuestro conocimiento, excepto para algunos
místicos a través de la historia; tampoco es posible aceptar una revelación
divina como fuente de conocimiento, aunque alguna autoridad humana lo asegure y
dictamine. Emplearemos la ciencia y la filosofía para iluminar mejor la flecha
en su vuelo dentro de la habitación y tal vez algunos resplandores puedan salir
desde sus ventanas para iluminar algo de la flecha en la oscura noche.
Advertiremos 1º que la flecha es disparada desde la habitación, y 2º que lo que
resplandece fuera de ella es la transcendencia de los seres humanos. De esta
manera, definiremos al ser humano, no como un animal racional, al modo de
Aristóteles, sino como un animal transcendente que transita de lo animal a la
energía personal cimentado sobre su acción libre e intencional.
Ciertamente, nuestra era de racionalidad, naturalismo,
agnosticismo y hasta ateísmo ha puesto en entredicho la posibilidad de una
dimensión transcendente de la realidad. Estos son los efectos naturales del surgimiento
de la ciencia que llegó a afirmar a Bertrand Russell (1872-1970) que: “lo que
la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Así, en la
actualidad del método experimental nos es imposible, intelectualmente hablando,
dar crédito a la posibilidad de una revelación divina. Deberemos barajarnos
dentro de la aceptación científica. La ciencia irrumpió en la creencia
ancestral de la tradición judeo-cristiana de que nuestros primeros antepasados
estuvieron en compañía de Dios, pero que, por ambicionar ser como Él, fueron
echados del Paraíso y adquirieron una naturaleza pecaminosa, de sufrimiento y
muerte, de la que ahora todos los seres humanos somos herederos. Ella nos ha
venido a demostrar, en cambio, que no somos ángeles caídos, sino un extraordinario
brote evolutivo de la naturaleza que tiene la particularidad de poseer
pensamiento abstracto, razonar lógicamente, actuar intencionalmente, contener
sentimientos y ser conscientes de la propia muerte que tarde o temprano
terminará con la propia existencia.
En efecto, la diferencia entre los seres humanos y el resto
de las cosas del universo, que en el fondo se encuentra en las funciones de una
gelatina grisácea de unos 1400 centímetros cúbicos, ubicada tras nuestra
expresiva cara, es radical. Nos permite preguntarnos acerca de nosotros mismos
y de lo que nos rodea, de nuestro origen, sentido y término, y también nos
permite encontrar respuestas y desarrollar complejos planes para actuar en
función de estos proyectos de futuro. El universo que llegamos a conocer es
mucho más que el lugar concreto donde se encuentra el cobijo y el alimento.
Mediante la ciencia los seres humanos podemos llegar a conocer con gran certeza
un universo inmensamente rico de contenidos y significaciones, de posibilidades
y manifestaciones, de inmanencias y transcendencias. Sobre todo, podemos llegar
a actuar libremente en este universo para conocerlo, disfrutarlo, crear,
construir, amar y ser felices.
Desde los tiempos más primitivos ha surgido en todos los
pueblos la creencia de poderes que operan ocultamente en las cosas y que pueden
alterar y hasta marcar nuestros más señalados destinos. A un paso quedaba la
elaboración de ritos y acciones para congraciarse y hasta aplacar estos poderes
personificados en deidades. Los seres humanos nos distinguimos del resto de los
animales en que poseemos el certero conocimiento que algún día nuestra vida
terminará con la muerte, lo cual, de suponerse una existencia de algún tipo en
un “más allá” –posiblemente generado por experiencias vividas de comunicación
con aquellos que han muerto–, nos produce tanto un profundo temor como un
sentido de transcendencia. Una creencia que desde muy antiguo había sido
compañera del pensamiento cultural de Occidente es el de la existencia de un ser
que es no sólo distinto del universo, sino que es su creador, y que es el que
denominamos Dios, con mayúscula. Por esta creencia, que ha ido recibiendo el
sello de la posibilidad cierta de manos de la ciencia (aunque no de muchos
científicos), el universo nos aparece distinto a que si éste se comprendiera
sólo por sí mismo y contuviera en sí lo que podríamos atribuir al accionar
divino.
No obstante, para nuestro diario vivir el creer o no en un
creador del universo no tiene mayor significación si acaso esta creencia no
viene acompañada de la creencia que de alguna manera Dios nos afecta en nuestra
existencia personal. La forma en que Él nos puede afectar es en el cómo nos
podemos imaginar su actuación. La ciencia, desde luego, desterró de nuestra
concepción de las cosas la creencia que Dios puede actuar en nosotros en lugar
de la causalidad natural, es decir, de manera milagrosa y en contra de las
leyes naturales. Sin embargo, esta creencia sigue vigente en mentalidades
acientíficas; aunque nos creamos existir en la era científica, ella es
compartida, diríamos en la actualidad erróneamente, por la mayoría de la
población del mundo.
Adicionalmente, al sostener la existencia de un Dios,
creador del universo, que de algún modo interviene en la propia existencia,
muchos seres humanos creen en una continuación escatológica para la vida
humana. Ya los antiguos egipcios creían en una resurrección de los muertos, y
hacían enormes esfuerzos para preparar a los muertos para este último viaje al
más allá. La doctrina neoplatónica, que el ser humano es un compuesto de alma
inmortal y cuerpo corrupto, siendo la muerte una separación de ambos elementos, ha sido predicada por la Iglesia cristiana hasta la
actualidad, a pesar de contravenir la evidencia científica.
Pero la ciencia no ha podido decir nada acerca del anuncio
de un Reino de Dios ni de la invitación a participar de éste, que fue
proclamado por Jesús hace dos milenios. Un fundamento para sostener tal
creencia (en el curso de este libro veremos otros) es que si una persona tiene
la capacidad para reconocer y glorificar al Creador, actuando en consecuencia,
habría de esperar una acción divina de consecuencia recíproca, manifestada en
la prolongación de su existencia humana en un “lugar” y “tiempo” ajeno al
universo, pues tal como aparece evidente, en la presente vida dicha acción
recíproca no puede ocurrir, ya que contraviene las leyes de la termodinámica.
Un fundamento adicional es la intensa y singular mismidad que surge en la
conciencia de la persona a partir de algún momento de su vida por la que
pareciera que permitiría su subsistencia después de la muerte biológica más
allá del espacio y el tiempo del universo. Desde luego, el sentido de la vida
que tiene un creyente es muy distinto del que tiene un ateo. Sin embargo ocurre
que un ateo a menudo deifica otras cosas, como el Estado, la sociedad, un
partido político, su linaje, y, así, su vida adquiere también un cierto sentido
escatológico.
Miembros del reino animal, lo seres humanos aspiramos al Reino
de Dios, como resultó evidente cuando Jesús predicaba a muchedumbres de
aldeanos de Galilea y Judea. Este segundo reino, que no es de manera alguna
evidente para el conocimiento empírico, tiene, no obstante, una existencia muy
real para el hombre que cree en el mensaje de Jesús y en sus dichos y hechos.
Para él, no sólo ha sido anunciado, sino que también, en la mayor profundidad
de su conciencia, está manifestado. Como animales que somos, todos tenemos una
hora para morir y quedar reducidos a polvo. Esta es la manera que las leyes de
la naturaleza lo dictaminan. Así, la posibilidad de subsistir de alguna manera
a la muerte y pasar a tener una existencia transcendente en el Reino de Dios
debiera ser de alguna facultad o competencia exclusiva de cada ser humano, que
es su acción intencional centrada en el amor.
Naturalmente, entre una concepción inmanente del ser humano,
como perteneciendo exclusivamente al Reino animal, y una concepción
transcendente, como invitado a pertenecer al Reino de Dios, la diferencia es
absoluta. Igualmente, el sentido de la vida en ambos casos es radicalmente
distinto. Todo sentido de vida implica un proyecto de futuro. En una
concepción inmanente la muerte es necesariamente el fracaso definitivo e
irreversible de todo proyecto que busque transcendencia. En cambio, en una
concepción transcendente ella pasa a ser el medio para alcanzar la plenitud de
la existencia más personal. Igualmente, el dolor y el sufrimiento tienen
significados distintos en ambas concepciones. En la primera concepción, se
trata de una desgracia que se debe superar; en la segunda, es parte de una
existencia que se debe aceptar para transcenderla. Es de la competencia de
cada persona el buscar libremente y encontrar el sentido a su propia
existencia.
La dificultad que cada persona enfrenta es que no se puede
encontrar bases ciertas para una transcendencia a través del puro conocimiento
que provee la experiencia sensible, ni siquiera en las más altas abstracciones
que puede alcanzar nuestro pensamiento. El problema de la transcendencia es que
no estamos enfrentados a fenómenos de nuestra experiencia sensible directa, y
referidos únicamente a nuestro universo de espacio-tiempo, sobre los que
podemos argumentar con razones objetivas. Por el contrario, ahora estamos
encarando creencias que enmarcan la existencia personal y sus proyectos más
fundamentales dentro de parámetros transcendentes, dando consistencia y
profundidad al sentido de la vida.
Sería muy ciego y torpe quien creyera que si estos fenómenos
no son exclusivamente materia del conocimiento objetivo, entonces no son reales
y corresponden a la superstición o a mentalidades primitivas, simples o
infantiles. En este sentido, no es posible estar de acuerdo con el
neopositivismo de A. J. Ayer (1910-1989), para quien las únicas afirmaciones
válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos, y
quien trataría cualquier declaración sobre la transcendencia como sin sentido.
Nosotros sostenemos que la realidad, no es solo material, sino que también es
transcendente, pues antes de la materia está la energía, que no está sujeta a
las leyes de la materia.
Lo transcendente, aquello que está más allá del universo
material, pero que supuestamente lo afecta, es la existencia de la energía, que
ha sido originada directamente de Dios. La forma de analizar este fenómeno, no
es de la misma forma como se hace con el universo sensible, pues no existe un
método cognoscitivo similar al científico o al filosófico para dicha empresa,
sino, más bien, es verificar el límite mismo de la estructuración del universo
y llegar al límite de la experiencia humana. Sin duda se trata de una paradoja,
es decir, de cómo algo perteneciente a un universo completamente físico puede
llegar a pensar, concluir y desear la existencia de algo que lo transciende
absolutamente. Podemos sostener que la energía, 1º, no se crea ni se destruye,
solo se transforma, 2º, no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni
tiempo ni espacio, 3º, su efectividad está relacionada con su discreta
intensidad, 4º, es tanto principio como fundamento de la materia, 5º, no puede
existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia,
y 5º, Dios la creó.
Dios es una existencia
impenetrable para la filosofía. Ésta lo postula como el límite absoluto
del ser, límite que, por otra parte, pasa a ser el objeto de la teología, la
única rama del conocimiento filosófico que no es objetiva. En cuanto a la
ciencia, imbuida en descubrir la causalidad de lo puramente contingente, Dios
no entra dentro de su alcance, pues simplemente no es observable. Sin embargo,
de hecho es posible para la filosofía postular un agente externo al universo
para su origen y concluir que el universo es una creación de Dios. En fin, es
posible para una teología basada en el Evangelio aceptar, por una parte, que el
ser humano tiene posibilidad de ser salvado de la muerte por Dios,
transcendiendo el universo, y, por la otra, concluir que tanto el Dios creador
como el Dios salvador son el mismo.
La anterior posibilidad podría ser explicada por la idea
fundamental de que si el ser humano, que es algo tan del universo espacio-temporal,
es capaz de reconocer a un Dios impenetrable y silencioso sólo a través de su
interacción con el universo, que es su creación, alabándolo y glorificándolo
por su obra, reconociendo su omnipotencia, amándolo a través del amor al
prójimo y el respeto a su creación, colocando a Dios en el centro de su
existencia personal, abandonándose a los impenetrables designios de Dios con gran
fe en su bondad, por esta precisa actitud podría ser elevado para transcender
su propio universo, lo que se entiende por salvación, y que tal tránsito podría
ser efectuado únicamente por el poder del mismo Dios. Esta tesis es bastante
singular y no depende de nociones como la dualidad espíritu-materia, lo
absoluto del bien y el mal, ni tampoco está determinada por nociones como el
Pecado Original y la Reden ción,
o la gracia y los sacramentos. Surge de compatibilizar la experiencia de lo
divino con el moderno conocimiento científico, el cual ha destruido
paradójicamente gran parte de las creencias religiosas tradicionales, las que
habían estado vigentes por milenios.
La irrupción de la ciencia en nuestra época ha revolucionado
los conceptos que por milenios los seres humanos habían tenido de Dios, de sí
mismos y de las cosas. La sabiduría tradicional, atesorada por miles de
generaciones, ya no satisface a la presente generación. El hombre contemporáneo
observa con los nuevos ojos de la ciencia el mundo que lo rodea.
Sin embargo, de la misma manera como había cedido su
posición central en el universo después de Copérnico, el hombre ha dejado de
ser la medida de las cosas, según el decir de Protágoras (485 a . C. -411 a . C.), tras adquirir
conciencia de la realidad del macrocosmos y del microcosmos. Ahora ha terminado
por verse completamente solo y desamparado, y con la impuesta obligación ética
de estructurarse a sí mismo tras la vana e irreal búsqueda de la
autorrealización, la que supone el éxito en los ámbitos del poder y la riqueza,
para superar el sufrimiento y la muerte y lograr el ilusorio y falso estado de
complacencia, gozo, armonía, equilibrio, que comúnmente se llama felicidad.
El dios antropomórfico de la antigüedad y el dios inmutable
de la metafísica griega ya no pueden sostenerse en la realidad develada por la
ciencia. El primero falleció de muerte natural apenas apareció el saber
objetivo y metodológico. El segundo, ese dios de las relaciones de causalidad
de las cosas del universo, fue eliminado cuando la ciencia fue descubriendo los
diversos procesos dinámicos y los mecanismos por los cuales las cosas cambian y
se transforman. Por el contrario, la ciencia ha reconocido que la materia tiene
la capacidad para constituir estructuras extraordinariamente funcionales a
partir de algunas poderosas fuerzas.
No obstante, a cambio del dios ontológico, cuya muerte
anunciaba F. Nietzsche (1844-1900), el Dios creador está emergiendo con mayor
fuerza a causa de las modernas teorías cosmológicas. Pero este Dios ha
resultado ser más inconcebible de lo que el medieval monje san Anselmo
(1033-1109) jamás concibió ingenuamente que podría llegar a ser concebible,
cuando el universo es medido ahora en términos de miles de millones de años
luz.
Contrapunteando una noción sobre Dios demandada por el
hombre contemporáneo, algunas sectas cristianas, encargadas de hablarnos del
Dios amor que Jesús predicó, han intensificado su devoción a un dios
autoritario, semejante al del Antiguo Testamento, y el Dios padre del
desamparado se ha tornado en el dios juez del moralista. Estas religiones se
han vuelto extraordinariamente dogmáticas, autoritarias, doctrinarias,
ritualistas, legalistas e intolerantes, y han extremado con ceguera la fórmula
que les dio prestigio y poder en el pasado, al centrar su enseñanza en una
ética propia de pretéritas e idealizadas sociedades rurales, las que por cierto
eran, en su ignorancia, susceptibles de ser políticamente dominadas por el
clero. Además, el vacío producido por la actualmente incomprendida religión
tradicional está siendo llenado por un ecléctico, confuso y supersticioso
esoterismo mágico.
En cuanto al universo que está descubriendo la ciencia, el
genetista británico J. B. S. Haldane (1892-1864), probablemente sin intención
de parafrasear a Anselmo, lo resumía como no solamente más extraño de lo que
imaginamos, sino de lo que nos podemos imaginar. Desde la aparición de la
filosofía sabemos que la causalidad es inmanente al universo y no proviene de
poderes mágicos. Sin embargo, en nuestra actual comprensión del universo
tampoco hay cabida para explicaciones dualistas, con lo que toda una tradición
filosófica espiritualista, idealista y racionalista se ha desmoronando. Y todo
esto ocurre sin que el viejo empirismo haya conseguido resucitar la filosofía
bajo la forma de un neopositivismo, ni el materialismo monista haya conseguido
relevar al espiritualismo en rápida disolución. Si bien es cierto que el
universo es más complejo de lo que podemos imaginar, no lo es tanto como para
no tener la posibilidad de llegar a conocer objetivamente, mediante el método
científico, la causalidad, por la cual las estructuras y las fuerzas que lo
componen interactúan.
El cambio de perspectiva introducido por la ciencia ha
alterado la cultura y sus instituciones de manera radical. Nuestra época ha
presenciado profundos cambios en los que la política, el arte, la ética, la
religión y la técnica han sido sus protagonistas principales. Es que la ciencia
redujo nuestra ancestral visión del universo a dimensiones para las cuales
incluso las ideologías resultan ser irrelevantes al liberar la causalidad del
universo de las ataduras de la magia y el mito. Sin embargo, también el efecto
de la ciencia ha sido, por otra parte, omitir que la realidad sea un misterio.
El ideal tradicional de una existencia misteriosa, solidaria y heroica, algo
romántica, ha dado paso a nuestra realidad mecánica, calculadora y cruel, donde
la persona está más atareada con su propia autorrealización para conformar un
exclusivo y egoísta mundo individual, que con su propia estructuración que
considera el vivir en las múltiples dimensiones de la realidad, muchas de las
cuales la ciencia ha conseguido descubrir, pero no integrar.
La ciencia nos ha transportado desde un mundo a otro en
pocas décadas. El primero era concebido en una dimensión que enmarca también lo
transcendente y por la cual la profunda sabiduría, a la que uno debe acercarse
con modestia y humildad, conscientes de nuestra radical fragilidad y
dependencia, asume el sufrimiento y la muerte como una condición natural, paso
necesario hacia una existencia transcendente y eterna más plena. En cambio,
nuestro actual mundo es concebido como únicamente inmanente. A falta de un
propósito transcendente y, por lo tanto, con una actitud de descaro y
desenfado, sólo vale la búsqueda individual y egocéntrica de la felicidad aquí
y ahora, concebida como mero gozo, placer y bienestar.
Quizá lo que más ha sufrido con la nueva visión develada por
la ciencia ha sido la imagen que el ser humano tenía de sí. De haber sido
concebido por el libro del Génesis
como imagen de Dios, por el racionalismo como un ser perfecto, por el dualismo
neoplatónico como un ser eterno, ha ido perdiendo prestancia con cada teoría
científica enunciada. La simple, pero equivocada, constatación de Copérnico de
que el Sol, en vez de la Tierra ,
ocupa el centro del universo, supuso una verdadera revolución para la dignidad
humana. Desde entonces Darwin, Freud y tantos más han socavado el prestigio
casi divino del ser humano. Si nos atenemos a lo que la ciencia nos dice,
podríamos suponer que una persona es únicamente una eficiente máquina biológica
para sobrevivir y reproducirse. Ahora éste ha llegado a ser concebido por la
biología como un fruto más de uno de los tantos fila de la zoología, primo
cercano de los chimpancés, superado en todas sus capacidades por los otros
animales, menos en inteligencia, pero la que, según la psicología, se traduce
en una carga de traumas, neurosis y psicosis. Incluso algún ecologista extremo
le reconocería los mismos derechos a existir que tiene una ameba.
La época científica, que ha manoseado a su amaño al ser
humano como si fuera otro objeto más de su análisis o, en el mejor de los
casos, con el pretexto de hacerlo más feliz, no ha llegado a penetrar su
complejidad. En el proceso, le ha negado su dignidad, su ser en las diversas
escalas de la existencia y su destino transcendente. La patente incomprensión
de la ciencia acerca del sentido de la vida humana ha generado en el hombre contemporáneo
una crisis de identidad. El ser humano se encuentra entre una búsqueda de
transcendencia y un existir sin transcendencia. Nuestra época, bautizada ya por
la moda como “posmoderna”, se ha dado por vencida en el afán de encontrar
racionalidad en el universo. Como reacción, el relativismo, el escepticismo, la
carencia de sentido histórico y personal y la fragmentación de la persona se
han apoderado del espíritu de la época. Debemos comprender que éstos son
efectos de una ciencia escandalosa, pero la verdadera ciencia es seria y
sensata.
A falta de la denegada sabiduría tradicional, filosófica, y
encontrando el conocimiento científico incapaz para responder a las preguntas
más fundamentales, nuestros contemporáneos han estado buscando vanamente las
respuestas en la penetrante y envolvente iconografía poética y artística o en
las supercherías esotéricas, tan ajenas de lo real y la lógica. Una cultura
iconográfica actual, que es de una sola escala, no tiene marcos comprensivos y
conceptuales de referencia, por lo que incluso toda conclusión es materia
opinable, con lo que se instala el relativismo sofista, y nada llega a adquirir
certeza. El remedio al relativismo imperante se encuentra tanto en una
filosofía revigorizada como en el mensaje perenne y universal de Jesús. La
filosofía debiera tener entre sus funciones rescatar la actualmente pisoteada
imagen del ser humano y el Evangelio puede recuperar su vigor si se libera de
su aprisionamiento dogmático y ritual. Tanto el mensaje de Jesús como el conocimiento
desde una perspectiva filosófica debieran borrar la visión acerca del ser
humano como objeto del estudio de una ciencia deshumanizada que le es imposible
entender el sentido último de la vida de una persona.
El ser humano es un ser único. No solamente pertenece a una
de las tantas especies animales que habitan la biosfera, como miopemente lo
conciben algunos ecologistas, sino que es la cúspide de todo un proceso
evolutivo que comenzó con la misma creación del universo. Él ser humano es la
única criatura cuya mente ha evolucionado hasta llegar a poseer una conciencia
que permite postular la existencia de un Dios creador-salvador, a actuar
libremente en el ámbito moral, y a responder al llamado universal de Dios para
participar de su propia existencia y erigirse en un agente activo que tiene en
sus propias manos su propio destino transcendente, independientemente de los
avatares de la existencia.
Estas características esenciales que estructuran al ser
humano como un todo, con finalidades propias y trascendentes, anteriores a
cualquier otra estructuración, le confieren una dignidad única que debiera ser
respetada por sus semejantes en toda ocasión. Ciertamente, el ser humano,
sumergido como cosa indistinta del universo, pierde su identidad única. Un sentido
de vida puramente inmanente es de un gris unidimensional, sin resolución
posible a la antinómica búsqueda de supervivencia con el conocimiento cierto
del morir. Cuando se incorpora la dimensión transcendente, brota la brillante
realidad multicolor. Pensamos que esta identidad puede ser nuevamente realzada
solamente cuando Dios, a los ojos de los hombres, vuelva a recuperar su sitial
en la triada Dios-hombre-universo, como creador del universo y padre y salvador
de los hombres, y recentrar nuestra existencia.
Muchos de quienes han sido testigos de ambas épocas
quisieran que la profunda dimensión del mundo pasado no llegara a ser omitida
por la obsecuencia incondicional a la dimensión develada por la ciencia.
Quisieran que sus contemporáneos y las generaciones venideras no cerraran los
ojos a las otras perspectivas de la realidad ante la complacencia que produce
observar la actual obra, ante la fascinación de los logros, ante el gozo de la
creación de novedades y de su producción, ante la confianza en la supuesta
ilimitada capacidad humana. Desearían que el siguiente paso accesible no fuera
el del relativismo y el escepticismo de un decadente posmodernismo que ha
perdido su rumbo histórico. Probablemente, estas otras perspectivas de la
realidad, que comprenden múltiples escalas de comprensión y que la filosofía
aún no logra exponer plenamente, llegarán en un futuro a emerger nuevamente y
en forma más plena.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8i.blogspot.com/, corresponde a la “Introducción” del Libro
VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).
Perfil del autor: www.blogger.com/profile/09033509316224019472